
Fotografía: Helena Maldonado
Estar entre la espada y la pared es un topicazo. Lo jodido es estar entre uno mismo y la pared, ahí no existe evasión posible. Cuando la pared se convierte en paredón y el pelotón de fusilamiento somos nosotros mismos, la esperanza se naja rauda como un colibrí desplumado. Desde pequeños nos castigaron poniéndonos mirando a la pared; mayores ya, nos castigamos de cara a un muro renunciando a cualquier horizonte, abdicamos del futuro y apostamos por un non plus ultra atado a un par de columnas de desesperanza.
También hay paredes jubilosas, espejos ciegos del sexo. Dos cuerpos desnudos contra la pared, fundidos y confundidos, irreconocibles. Una mano convertida en sarmiento por el placer, garra que intenta aferrarse a la vida antes de la nada pasajera del orgasmo. Sombras que se aman sobre fondo neutro; hasta creemos oír los gemidos amplificados por la bóveda vertical de gotelé.
Pieles entrelazadas o uno mismo contra el muro, qué más da. Lo único cierto es que ya no hay escapatoria…