Mirada y luz sobre la vida cotidiana. El gran censor juzga impasible y grisáceo desde su altura de piedra. El Gran Hermano se ha colocado el monóculo para vigilarnos mejor, ha situado entre él y nosotros el flexo de los interrogatorios. Espejo opaco que refleja en vertical los vicios y virtudes de la sociedad, eco mudo que nos devuelve las aspiraciones y frustraciones de nuestra época. Estos muros atrapan en sus poros nuestras pequeñas historias con la sucia esperanza de que se pierdan para siempre bajo una mano de pintura blanca o de que padezcan el alzhéimer de la piqueta. Si fuera posible exprimir este cemento, su zumo estaría repleto de pulpa de la miseria y la grandeza humanas, de pequeños tiranos y de héroes sin fama. La calle, los coches, chuchos y gatos, el ajetreo de los comercios, los camiones de basura, y los hombres y mujeres entretienen las horas muertas de este rostro sin nombre al que, de repente, se le pasan por la mente ideas tan descabelladas como… un elefante.
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